miércoles, 20 de enero de 2010

No es conservadurismo, es homofobia




POR BRUNO BIMBI

“Dios Todopoderoso creó las razas blanca, negra, amarilla, malaya y roja, y las colocó en continentes separados. El hecho de que Él separase las razas demuestra que Él no tenía la intención de que las razas se mezclasen”. La frase citada parece salida de alguna proclama perdida del Ku Klux Klan. Pero no: es parte de una sentencia judicial de un tribunal norteamericano, fue escrita en 1966 y se refería al matrimonio interracial.
Hasta el fallo “Loving v. Virginia”, dictado el 12 de junio de 1967 por la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos, en 16 estados norteamericanos —entre ellos, Virginia— era ilegal que una persona de piel negra se casara con una persona de piel blanca. Apenas siete estados nunca lo habían prohibido: Minnesota, Wisconsin, Nueva York, Connecticut, Vermont, New Hampshire y New Jersey, y los primeros en permitirlo habían sido Pennsylvania (1780) y Massachusetts (1843). El resto fue cayendo como piezas de un dominó, hasta aquellos últimos dieciséis a los que la Corte tuvo que darles el empujón final.
Otras leyes racistas fueron derrotadas durante el siglo XX en ese país por la lucha del movimiento negro y el compromiso de líderes políticos como Kennedy. Uno de los hitos más significativos de ese cambio fue la rebelión que paralizó por 382 días el transporte público de Montgomery en 1955, por iniciativa del pastor Martin Luther King, luego de que una humilde modista negra, Rosa Parks, fuera presa por negarse a cederle el asiento a un pasajero blanco en un colectivo. Así se lo había exigido el chofer, James Blake, haciendo cumplir una ley del estado de Alabama. En 1962, cuando el estudiante negro James Meredith intentó matricularse en la Universidad de Misisipi, hubo violentas manifestaciones racistas impulsadas por el gobernador Ross Barnett y el presidente JFK tuvo que mandar 3 mil soldados y 400 agentes federales para protegerlo. Hubo dos muertos y decenas de heridos. Las leyes que permitían negarles la matrícula a estudiantes negros en escuelas y universidades también habían caído por un fallo de la Corte, en 1954, pero algunos estados se resistían a aceptarlo.
¿Cuántos personas, por más conservadoras que sean, repetirían hoy sin ruborizarse la cita que abre esta columna? ¿Cuántas defenderían hoy leyes que obligaran a los negros a cederles el asiento a los blancos en los colectivos o que autorizaran a escuelas y universidades a “reservarse el derecho” de no admitirlos? Me arriesgo a decir que casi nadie. Oponerse a que los negros tengan los mismos derechos que los blancos no es una posición “conservadora” . Es, simplemente, racismo, condenado por igual por conservadores y liberales, personas de izquierda y de derecha, católicos, judíos, ateos, ricos, pobres, hombres, mujeres. El racismo sigue existiendo y sigue siendo un problema en buena parte del mundo, pero afortunadamente ya no es una posición político-ideoló gica que cuente con un mínimo de respetabilidad en las democracias occidentales.
La lista de los estados norteamericanos que nunca prohibieron el matrimonio interracial o que estuvieron entre los primeros en abolir la prohibición se asemeja mucho a la de los estados en los que ya es legal el matrimonio entre personas del mismo sexo: Massachusetts (2004), Connecticut (2008), Iowa (2009), Vermont (2009), New Hampshire (2010) y Washington (2010), a los que es probable que pronto se sume Nueva York. Uno de los primeros países en legalizar el matrimonio gay a nivel federal fue Sudáfrica (2006), a partir de una sentencia de la Corte Constitucional, que aplicó la nueva constitución democrática surgida tras la abolición del apartheid y la llegada al gobierno de Nelson Mandela. No creo que sea casualidad.



Guardemos este texto. Volvamos a leerlo dentro de veinte años, o quizás menos. ¿Cuántos creerán aún que es legítimo prohibir el matrimonio entre personas del mismo sexo o negarles ciertos derechos civiles a las personas homosexuales? Apuesto a que serán tan pocos que declaraciones como las más recientes del papa Ratzinger, que dijo que “el matrimonio homosexual y el cambio climático amenazan la creación”, sonarán en no mucho tiempo para casi todo el mundo tan repugnantes como la que cité al principio de esta nota.
En lo que respecta al matrimonio, es lógico que los conservadores discrepen con los liberales en temas como la fidelidad obligatoria y la intromisión del Estado en la intimidad de las parejas, o que los conservadores se opongan a los contratos prematrimoniales y, para los liberales, estos sean necesarios y la regulación estatal del patrimonio de los cónyuges deba ser mínima. Es lógico que los más liberales sean menos partidarios del propio matrimonio que los más conservadores. Que unos lo defiendan como una tradición fundamental y los otros lo consideren una formalidad innecesaria y prefieran formas jurídicas más informales para garantizar derechos como la herencia, las pensiones y demás, sin ceremonias ni libretas. Son debates interesantes y legítimos y está bien que cada pareja elija de qué manera quiere formalizar sus vínculos o si prefiere no hacerlo. Que haya parejas más tradicionales y otras que renieguen de la tradición, más allá de la orientación sexual. No nos engañemos: hay gays y lesbianas tradicionalistas y conservadores y hay heterosexuales liberales que prefieren el amor sin papeles.
Pero oponerse a que las personas homosexuales tengan los mismos derechos que las personas heterosexuales —entre ellos, el derecho a casarse si así lo quieren— no es una posición conservadora. Es, simplemente, un prejuicio homofóbico, que no debería tener lugar en una democracia.
En no muchos años, nadie va a discutirlo.

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